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El ferrocarril llegó aquí a mediados del siglo XIX y supuso un cambio
enorme, un cambio que ahora no podemos ni imaginar. Daros cuenta de que
lo único que se conocía entonces era el caballo, todos los viajes y
todos los transportes se hacían a caballo. Pues bien, están todos con su
cuadrúpedo en casa cuando, de pronto, va y hace su aparición un
artefacto que alcanza los cien kilómetros por hora. A la gente le daba
miedo, y había muchísimos que no se atrevían a montar y a viajar en él. Y
los que lo hacían, es decir, los que poseían el suficiente coraje y
eran tan temerarios como para montarse en el tren, se lo pasaban muy
mal. En primer lugar, se mareaban todos. En segundo lugar, miraban por
la ventanilla y no veían el paisaje, o lo veían completamente borroso,
como en las fotografías que salen movidas.
- ¿En serio? ¡No es posible! –exclamé.
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Sí, sí; claro que es posible –confirmó mi amigo-. Tenemos que tener en
cuenta que nuestros ojos comienzan a acostumbrarse a la velocidad desde
el mismo instante en que se abren. Pero en aquella época no sucedía lo
mismo. No al menos en lo que se refiere a la primera generación que
conoció el tren. Sus ojos no debían de estar adaptados.
“Obabakoak”
Bernardo Atxaga
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